Todavía estaba aquel pequeño banco. Desde allí todo se ve diferente. También sigue, en esa plaza, en pie muy cerca del banco un pequeño árbol, aportando su sombra en los soleados y calurosos veranos. La fuente que recordaba se mantenía… pero, la frescura del agua se sustituyó por un intento de jardín. Agazapado entre las flores un gato acecha a una paloma. Sigiloso se acercaba a ella… Y, como suele ocurrir, justo cuando se disponía levantó vuelo hasta la orilla de la acequia de Camarera. Ella sigue poniendo sonoridad a la tranquilidad de las idas y venidas de los vecinos. Hay quienes dicen «es una pequeña Venecia».
En lo que antaño fue El Plegadero sigue siendo un punto de encuentro. Probablemente algunos de estos jóvenes que hoy están ensimismados en sus móviles, detrás de sus mascarillas, ignoran que están en donde, hace muchos años, plegar la ropa era una de las actividades más oportunas para conocer que ocurría en el pueblo. A partir de allí, el Paseo de los Plátanos enmarca la acequia. Con sus amplias ramas, copas frondosas y con sus cortezas similares a pinceladas de acuarela de tonos verdes y ocres. En cada estación una estampa única e irrepetible. Pronto llegará el otoño y el invierno. El cierzo ayudará a poner en evidencia la fortaleza de sus ramas que ahora cobijan coros de mirlos que en ocasiones son acompañados por las cigarras.
Las aguas del Gállego siguen discurriendo por la acequia ante el ir y venir del tiempo. Atraviesa todo el pueblo y alrededor de ella la vida palpita. Los gorriones y aviones revolotean alrededor de sus nidos. En sus terrazas. En sus calles. Solitarios leyendo un libro, paseando un perro o simplemente caminando. Familias, abuelos, parejas, jóvenes y niños. Todos tienen su lugar. Oriundos e inmigrantes. Vecinos o visitantes de paso.
Es el tiempo precisamente el que marca las campanas de la iglesia, en honor a San Mateo. Hospedaje de cigüeñas a la espera para retomar su viaje. En su torre se divisan figuras. Algunas en zigzag. Otras son rombos o recuadros. El fiel estilo mudéjar. No cuesta imaginar aquel castillo, hoy desaparecido, que se encumbraba en la espelunca donde está enclavada. Testigo del recorrido del río Gállego, del amplio valle que se divisa desde su altura, de los avatares de la historia, tradiciones, fiestas, de sueños alcanzados y otros frustrados; del tiempo que estará por venir. Con el zigzagueante Gállego, de viaje al Ebro, inundando de nutrientes los sembradíos. En antaño tierras de paso, según algunos, de romanos.
Las noches de verano traen consigo la oportunidad de levantar la mirada al cielo. Aunque lo ignoremos está allí, ese cielo azul intenso por el día, teñido de rojo en el atardecer y oscuro en la noche; fiel compañero de viaje. Subir hasta la ermita de Santa Engracia es el punto de partida para adentrarse en parajes donde las estrellas, como en esta noche de luna nueva, brillan en su esplendor. No han faltado a la cita. Fieles las lágrimas de San Lorenzo hacen sentir su presencia.
– Mañana retomaré el viaje -comenté para mí mismo en voz alta.
«O, quizás no», pensaba mientras anotaba en mi móvil: 41°49’53.1″N 0°45’28.7″W.